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miércoles, 12 de marzo de 2014

Sistema Nacional de Salud (y IV): Buen gobierno de la sanidad, por Juan Oliva

En este post,  último  de la serie (aquí la intro, el primero, el segundo, y el tercero) que ha ido presentando el informe sobre el Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance, se resume el cuarto capítulo, en el que Juan Oliva analiza los elementos clave que deben configurar la gobernanza de nuestro sistema de salud, apuntando algunas conclusiones generales del informe.
 
Con este post concluye la serie dedicada al diagnóstico del Sistema Nacional de Salud (SNS) y a las propuestas realizadas para avanzar en su solvencia. El capítulo que cierra la obra (aquí) hace referencia a cuestiones que trascienden al medio sanitario, apareciendo habitualmente en los posts de NeG (por ejemplo, aquí, aquí y aquí), pero que indudablemente son clave para que el SNS dé respuesta a los retos sociales presentes y futuros (aquí y aquí).

Los cambios estructurales que el SNS necesita han de encontrar un contexto organizativo apropiado sólidamente fundado en valores. Una buena gobernanza influye positivamente en todas las funciones del sistema sanitario, mejora su desempeño y, en última estancia, los resultados en salud (aquí). El concepto de “buen gobierno” trasciende el cumplimiento de las leyes, obtener buenos resultados, ausencia de corrupción o mala gestión y nepotismo. Además exige que la toma de decisiones responda a un conjunto de reglas consensuadas de participación democrática, transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas y obediencia a códigos de conducta (aquíaquí). El buen gobierno requiere, por tanto, una voluntad formal de espíritu de servicio, de autoregulación y de fomento a nivel de los órganos de gobierno y de quienes lo integran de un comportamiento ético y honesto (aquí), si bien no debe quedar circunscrito al ámbito público, sino que debe trasladarse también a la relación entre accionistas y ejecutivos en las empresas privadas y entre estos y la ciudadanía (aquí).



El punto de partida es considerar que los verdaderos propietarios del sistema sanitario son los ciudadanos. No lo son aisladamente ni los pacientes, ni ministerios o consejerías de salud, ni la Administración en cualquiera de sus formas. Tampoco las empresas proveedoras, ni los gerentes, ni los médicos, ni el resto del personal sanitario, asistencial o no. Los decisores y los profesionales, en sus niveles macro, meso o micro, son agentes en quienes la ciudadanía ha depositado su confianza por medio de un contrato social.

Asimismo, se debe tomar conciencia de la especial complejidad del sistema sanitario: por su entorno cambiante, por la abundante información específica diseminada, la elevada incertidumbre que late en decisiones individuales y colectivas, el elevado nivel de formación de los profesionales, su particular estructura organizativa y su notable variedad de intereses. Precisamente por ello es tan relevante la necesidad de justificar adecuadamente las decisiones tomadas y las políticas implementadas en su seno.  El propio proceso de deliberación, participación y comunicación de las políticas es clave de buen gobierno y afecta a la calidad de la regulación, a su seguridad jurídica e incluso a la cultura democrática y la cohesión social. En este marco, los agentes del sistema deben adoptar primero, y mantener después, procedimientos para que la toma de decisiones a todos los niveles del sistema sanitario esté bien informada y sea transparente y abierta a la consulta y la participación cívica, política y de expertos (un excelente ejemplo podemos encontrarlo (aquí). Supone, asimismo, que en las Estrategias de lucha contra enfermedades que se establecen a nivel nacional y en Planes de salud regionales se empleen indicadores objetivables y evaluables y que la información generada con dinero público sea de dominio público, salvo que afecte a la privacidad individual (ejemplo foráneo : aquí; aquí y ejemplo nacional: aquí). Transparencia y rendición de cuentas son conceptos estrechamente vinculados. Aunque no son una panacea universal que pueda sanar todos los males del sistema, son esenciales para lograr avances en cualquier aspecto considerado deseable.

En este contexto, cualquier mejora relevante pasa por contar con la implicación de los principales actores del sistema: ciudadanos y profesionales. Comenzando por los segundos, los profesionales sanitarios poseen motivación intrínseca, alto nivel de formación, la relevancia social de su desempeño es enorme…y, sin embargo, es uno de los colectivos profesionales con mayores índices de “burn out”. Ello debe hacer pensar en el rediseño de los actuales sistema de incentivos (aquí, aquí, aquí, aquí): inversión en capital motivacional, retribución adecuada, capacidad de discriminar el desempeño y mayor grado de autonomía en éste, reconocimiento, tiempo para la formación e investigación, una mayor participación en las decisiones, desarrollo de la carrera profesional basada en elementos de mérito profesional claros y explícitos. A cambio de ello, también debe exigirse la aplicación de los mismos criterios generales propuestos: transparencia y rendición de cuentas en el desempeño. Un elemento clave en este sentido es la contratación de directivos en el Sistema Nacional de Salud (aquí). Esta debería ajustarse a los anteriores principios, desarrollarse mediante un sistema de concurrencia público y abierto, en el cual la valoración de los candidatos debería atender exclusivamente a méritos curriculares.

Por otra parte, la participación colectiva y ciudadana, como principio básico de la pluralidad democrática, fortalece la aceptación social de la acción de gobierno y promueve la eficiencia de los servicios públicos (aquí). Por ello, la búsqueda y promoción de cauces que faciliten la información al ciudadano y favorezcan su libertad de elección son elementos básicos que han de integrarse en las normas de buen gobierno. Partiendo de la visión de la economía de la salud sobre la producción de salud-quien produce salud no son los profesionales, no son las tecnologías empleadas, no son los gobiernos, son las personas -ciudadanos bien informados, competentes y comprometidos en la promoción y cuidado de su propia salud y bien formados en las ventajas y riesgos de la utilización de los servicios sanitarios. Esto supone incorporar a la ciudadanía como agente clave en la planificación de la coordinación asistencial e intersistemas. Hay que promover políticas que favorezcan la libertad de elección de centro y profesional sanitario, desarrollar herramientas de información al público y a los usuarios del sistema, incentivar la educación sanitaria y favorecer una cultura de respeto entre ciudadanos-profesionales sanitarios que avance hacia un esquema de decisiones compartidas (aquí)
Esta perspectiva supone incrementar las obligaciones y responsabilidades del ciudadano, toda vez que nos alejamos de la idea de un paciente pasivo para subrayar los valores de participación y responsabilidad en un marco responsable de uso de los servicios sanitarios y de la promoción y cuidado de la  propia salud y autonomía personal.

Sin embargo, para atraer a profesionales y ciudadanos debe existir un compromiso que se traduzca en la declaración de reglas claras por parte de los decisores de más alto nivel (representantes de la ciudadanía) y en un alto grado de exigencia ética. Aunque el desempeño no sea sencillo, afortunadamente contamos con acertadas indicaciones para ayudarnos en el mismo (aquí, aquí) y con la reciente experiencia de países de nuestro entorno que han apostado decididamente por dotar a su sistema sanitario de este tipo de normas en sus procesos (aquí).

Por último, pero no es un punto menor, la evaluación de las políticas públicas es una de las asignaturas pendientes de nuestro país (aquí). ¿Cómo podremos asignar adecuadamente nuestros recursos si no nos planteamos identificar las fortalezas y debilidades de sus estrategias y políticas destinatarias? Una cuestión cultural que debe impregnar el sistema sanitario es que en el diseño de una política o estrategia su evaluación, ex ante, durante y ex post es irrenunciable, debe planificarse sistemáticamente, tener garantizada su dotación presupuestaria y formar parte de la propia estrategia o política. La evaluación de las políticas y la comunicación fluida de los resultados de la evaluación a la comunidad científica, a los gestores y profesionales del ámbito sanitario y a la ciudadanía es un elemento tanto de cambio como de calidad democrática y de rendición de cuentas a la sociedad.

A modo de resumen de la serie de cuatro posts, la solvencia del Sistema Nacional de Salud y la posibilidad de desarrollar políticas de salud intersectoriales que amortigüen los efectos de la crisis económica sobre la salud de los ciudadanos pasan necesariamente por conjugar la gestión eficiente de los recursos con un especial énfasis en la equidad de las políticas implementadas. Para ello, condiciones necesarias, aunque no suficientes, es apoyarnos en las fortalezas de nuestro sistema, pero también identificar y eliminar bolsas de ineficiencia, aprender de experiencias ajenas aplicándolas con inteligencia en nuestro medio, apelar al liderazgo y compromiso de los profesionales sanitarios y favorecer la participación ciudadana, tomar decisiones informadas y justificar las políticas, al tiempo que se cultiva la evaluación de nuestras políticas no como una herramienta relativamente útil, sino como parte del cambio cultural necesario para que nuestro sistema sanitario continúe manteniendo y mejorando el bienestar social (aquí). 

Una parte de los problemas que vive ahora la sanidad pública es fruto de la insuficiencia presupuestaria derivada de la caída de la recaudación de los ingresos tributarios. Esto es indudable y poco discutible. Sin embargo, otros problemas ya latían antes de la llegada de la crisis económica y no son exclusivos del sistema sanitario. Van mucho más allá. La respuesta a los mismos se encuentra tanto dentro como fuera del propio sistema. Tal y como señalan Meneu y Ortún (aquí) “mejorar el gobierno de nuestras instituciones para responder mejor a los verdaderos problemas de salud y los retos de la crisis no sólo es posible, sino que es fácil, ya que sólo requiere minimizar sus vicios más obvios y aprender de quienes lo hacen manifiestamente mejor. Más complicado, pero más ilusionador, es localizar y activar las palancas que contribuyan a lograr de ello el mayor beneficio social”. Ello pasa por más y mejor política y por activar una mayor exigencia de calidad democrática por parte de la ciudadanía a sus representantes y hacia instituciones y organizaciones. Dada nuestra complicada situación, no parece que podamos permitirnos el lujo de ceder un ápice de energía ni de distraer un minuto de tiempo que nos desvíe de este empeño.

martes, 11 de marzo de 2014

Sistema Nacional de Salud (III): Políticas de salud, por Pilar García-Gómez y Alexandrina Petrova Stoyanova

Continuando la publicación diacrónica de los post aparecidos en Nada es Gratis (aquí la intro,  aquí el primero y aquí el segundo) como concentrado de los distintos capítulos del informe Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance, aquí va el correspondiente al tercer capítulo. En él, Pilar García-Gómez y Alexandrina Stoyanova analizan las principales políticas de salud españolas (obesidad, tabaquismo, alcoholismo, salud infantil, etcétera), señalan sus principales problemas y proponen algunas líneas de mejora.

La salud no sólo depende de los factores genéticos y biológicos y de las intervenciones sanitarias; está fuertemente influida por el entorno de las personas, por cómo viven, trabajan, comen, duermen, se relacionan, se mueven o disfrutan de su ocio. Estas condiciones de vida son el resultado de decisiones individuales y están determinadas por factores sociales, culturales, económicos o medioambientales. Por tanto, entre las decisiones relevantes que influyen en la salud de la población se encuentran las relacionadas con la atención sanitaria y las que emanan de los ámbitos público y privado, político y civil (Artazcoz et al. 2010). Hay que promover políticas que trasciendan las estrictamente sanitarias y poner el énfasis en iniciativas bajo el marco de Salud en todas las políticas, avanzando en la actuación sobre los determinantes de la salud presentes en ámbitos no sanitarios (educación, vivienda, fiscalidad, mercado de trabajo, medioambiente, políticas de movilidad y de inmigración, entre otras).


La lista de actuaciones o políticas relacionadas con la salud de sectores distintos al sanitario es demasiado extensa para abordarla exhaustivamente en este post. Por ello, nos centraremos sólo en algunas para las cuales la evidencia empírica ha mostrado su efecto sobre el estado de salud de la población. En concreto, discutiremos algunas relacionadas con los hábitos de vida más relevantes para la salud, otras dirigidas a la protección de la salud en la infancia o, finalmente, referidas a las desigualdades en salud.


En países desarrollados como España, donde tanto la mortalidad como la morbilidad están vinculadas a enfermedades crónicas, cabe destacar el papel fundamental de los hábitos de vida y comportamientos relacionados con la salud (Cawley y Ruhm 2011). Seguir una dieta desequilibrada, realizar poca actividad física, consumir alcohol en exceso, tabaco o sustancias ilegales destacan entre los factores de riesgo para la salud y el bienestar relacionados con el comportamiento individual. En la actualidad, el sobrepeso y la obesidad constituyen uno de los problemas para la salud más importantes a escala mundial (International Obesity Task Force 2012), ocupando España, donde uno de cada diez niños y el 17% de los adultos son obesos (Instituto Nacional de Estadística, 2013), uno de los primeros puestos en el ranking europeo. Si bien la obesidad ha sido identificada como problema de salud pública en España y se diseñó y desarrolló la Estrategia NAOS para abordarlo (Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad), con esperanzadores comienzos y reconocimiento internacional, la misma ha perdido visibilidad con el estallido de la crisis económica que ha relegado a un segundo plano políticas (no solo de sanidad sino también, por ejemplo, educativas) cuyos resultados son sólo visibles a largo plazo. Sin embargo, esto no las convierte en menos necesarias. La falta de inversión en políticas adecuadas para combatir la obesidad agravará los problemas de salud en las próximas décadas, especialmente en los grupos sociales más desfavorecidos.
 
Por otro lado, el consumo de tabaco está entre los principales factores de riesgo de varias enfermedades crónicas, como el cáncer y las enfermedades pulmonares y cardiovasculares, y una de las principales causes de mortalidad evitable en el mundo (WHO, 2011). El descenso acumulado en el consumo de cigarrillos del 21% entre 2006 y 2011, según datos de la Encuesta de Presupuestos Familiares de 2011, evidencia el impacto positivo de las últimas reformas legislativas en materia de tabaco en España. La mayor caída se concentra en 2011 (13%), año de la ampliación de la ley de espacios libres de humo en los bares y restaurantes. Parte de la demanda se ha desplazado al consumo de otras labores del tabaco (picadura para liar, picadura de pipa o puros y puritos) en parte por su diferente tratamiento fiscal (López-Nicolás et al 2013; López-Nicolás et al. 2013). Por ello, se debe avanzar en la equiparación de la carga fiscal entre distintas labores del tabaco. Asimismo, el consumo de alcohol es el tercer factor de riesgo en magnitud para la salud de la población en Europa (Anderson y Baumberg 2006). En España, preocupa especialmente el consumo de alcohol entre los jóvenes por su naturaleza adictiva: el 11% de los hombres de entre 15 y 24 años consume alcohol de manera excesiva (más de 6 bebidas) al menos una vez al mes, y casi el 5% lo hace semanalmente (Instituto Nacional de Estadística, 2013). A pesar de ello, los valores del impuesto especial sobre el alcohol fijados en España nos sitúan entre los países Europeos con menor carga impositiva. Por tanto, hay margen para aumentar tanto el impuesto especial ad quantum como el impuesto especial ad valorem sobre el alcohol.

Las políticas fiscales que se mencionan en el párrafo anterior son sólo algunos ejemplos de políticas destinadas a modificar las conductas relacionadas con la salud. El diseño y la aplicación de las mismas exigen huir de explicaciones sencillas basadas únicamente en decisiones individuales y entenderlos en toda su complejidad, identificar las causas e interacciones entre los distintos determinantes de la salud, entender el papel que desarrolla la influencia del grupo en el que la persona se relaciona (los llamados peer effects) (López-Nicolás y Viudes de Velasco 2009; Mora y Gil 2013), y reconocer la existencia de un gradiente social en estos comportamientos que provoca que se den en mayor medida en grupos desfavorecidos (Costa-Font y Gil 2008; Costa-Font et al. 2013). Por consiguiente, deben diseñarse intervenciones que incorporen las especificidades necesarias para cada colectivo, que han de evaluarse y adaptarse.

En un contexto de crisis económica como el actual resulta imprescindible valorar la relación entre pobreza en la infancia, educación y salud. Los niños que nacen en familias desfavorecidas tienen menos ingresos y oportunidades laborales y peor salud, tanto en la infancia como en la edad adulta (Heckman 2012; Almond y Currie 2011). Las cifras de pobreza en España, incrementada por la crisis económica, donde un 27,2% de la población infantil vive bajo el umbral de la pobreza (UNICEF 2012), revelan una situación preocupante que puede causar un deterioro irreparable de la salud de la población infantil. Luchar contra la pobreza infantil y sus consecuencias debería convertirse en prioridad para las autoridades españolas. Las buenas experiencias de algunos países desarrollados pueden ser ejemplos a seguir. Entre ellas, destacan las redes de guarderías en Irlanda, Quebec, los países nórdicos o Francia que garantizan el acceso a todos los niños a las mismas oportunidades de desarrollo independientemente del nivel socioeconómico de los padres. Dicho acceso amortigua los efectos negativos de las condiciones adversas en la infancia (Herba et al 2013; Geoffroy et al 2012; Geoffroy et al 2010). De modo similar, la expansión de la educación pública a los tres años a principios de los 90 en España mejoró el desarrollo educativo infantil, especialmente el de los niños pertenecientes a familias más desventajas (Felfe et al 2012).

Un buen sistema educativo es clave para garantizar la igualdad de oportunidades y disminuir los efectos negativos de las condiciones adversas en la infancia. Además, la educación es uno de los principales factores sociales que influyen en las desigualdades en salud en niños y en adultos a través de su impacto sobre otros determinantes de la salud tales como las oportunidades del mercado laboral o la adopción de hábitos de vida saludables (Cutler y Lleras-Muney 2008). Por lo tanto, la calidad del sistema educativo, la reducción de tasas de fracaso escolar y la puesta en marcha o refuerzo de estrategias concretas dirigidas a actividades de refuerzo deben ser objetivos prioritarios


Aunque garantizar la equidad en salud ha sido uno de los principales objetivos de política sanitaria en España a lo largo de la última década, las desigualdades en salud existen, se extienden a lo largo de toda la escala social y persisten en el tiempo. Las personas con menor nivel de estudios, los más desfavorecidas económicamente y que viven en áreas más pobres suelen tener menor esperanza de vida, mayores tasas de morbilidad y peor salud que los más aventajados (García-Gómez y López-Nicolás 2007; Stoyanova et al 2008; Urbanos-Garrido 2012). Así pues, las desigualdades en salud derivan en gran medida de las desigualdades socioeconómicas y por ello su reducción debería constituir un objetivo prioritario en la agenda política. Para lograrlo hay que avanzar en el conocimiento de la magnitud de sus diversos mecanismos causales. Un mayor énfasis en los planes de salud regionales en este ámbito y el diseño de un marco común de actuación y coordinación a nivel nacional, así como la promoción de enfoques intersectoriales, en la línea propuesta por la Comisión de Determinantes de la salud de la OMS, se apuntan como elementos clave para reducir las desigualdades en salud en España.

¿Podemos permitirnos el lujo de destinar recursos a políticas que no funcionan? (Vera 2011). Por muy buena que sea la intención del responsable del diseño y la implementación de un programa, estrategia o política, hay un largo trecho desde la teoría o el diseño sobre el papel a su desarrollo y puesta en marcha en la práctica. España se encuentra en una posición rezagada respecto a otros países en la formalización de sistemas que evalúen de manera reglada las políticas públicas. Un buen número de políticas deberían iniciarse con una fase piloto con objetivos definidos antes de la implementación. Dicha fase piloto debería ser evaluada desde la imparcialidad y con criterios de excelencia científica, debiendo ser público el acceso a los datos para favorecer la transparencia y réplica de los resultados. Sin duda, para impulsar la evaluación de políticas públicas en España se requiere movilizar recursos económicos. No obstante, la clave fundamental reside en la voluntad política para promover cambios e introducir innovaciones estratégicas. De esta voluntad también depende que la evaluación sea imparcial, se base en el rigor científico y se ponga en conocimiento de la ciudadanía.

lunes, 30 de abril de 2012

Brillantes ocurrencias para explicar las cosas, por Carlos Campillo

El sistema de salud de los Estados Unidos deja sin cobertura a decenas de millones de almas y su gasto crece sin frenos… Intentos pasados de reforma quedaron en agua de borrajas. Llega a la Casa Blanca Obama y consigue a trompicones que se redacte y apruebe la Patient Protection and Affordable Care Act (ACA): más de 900 páginas.



Su origen: los buenos resultados obtenidos con la reforma del sistema de salud de Massachusetts (bajo el mandato, sí, de Mitt Romney, sneaky guy!). Su artífice: Jonathan Gruber, profe de economía del MIT, Director del Health Care Program, National Bureau of Economic Research y factótum también de la ACA.

La ACA es como un taburete con tres patas y, en resumidas cuentas, dos objetivos: ampliar la cobertura a 30 millones de esas almas y frenar el desbocado crecimiento del gasto. Las tres patas: obligar a todo el mundo a pagar un seguro (Individual mandate), ofrecer subsidios a las familias con bajos ingresos que no puedan comprarlo y exigir que las aseguradoras cubran a todos sin discriminación alguna.


Se estima que la reforma costará muchos millones de dólares. Se estima que a medio plazo ahorrará muchos más. Estimaciones. Algunas de sus más importantes medidas para controlar el gasto se están pilotando. Incertidumbre. Los primeros resultados obtenidos llaman a la cautela (implementation difficulties). Irrumpen barreras de inspiración (ultra)conservadora y filiación cercana a los que degustan el té en grupo. Son influyentes: denunciándola de inconstitucional, la han llevado a la Corte Suprema, que ahora intenta dilucidar cómo sale ilesa de ese atolladero (http://www.nejm.org/doi/pdf/10.1056/NEJMp1201848). Se esperaba, se porfía y la reforma prosigue. Les preocupa. 

 


Como les preocupa que la ACA y los problemas que con ella se intentan paliar los entienda todo el mundo. Su brillante ocurrencia: el cómic que muestra la foto. Gruber y Newquist (Universidad de Colorado) explican y justifican algo tan complejo, desmienten infundios y conjuran Death Panels con lenguaje llano, cercano a todos y con rigor. Quizá cierto exceso de esperanza cumbaya en el desenlace del cómic, pero como en sus teleseries.


Si  sale mal, que les quiten lo bailao: ingente cantidad de conocimiento que han extraído y difundido de este experimento natural del que aquí ya somos deudores.

Para tomar nota, animarse a emularlos y explicar, también así, nuestros asuntos.

lunes, 25 de abril de 2011

VaLGS de aniversario (*), por Salvador Peiró y Ricard Meneu

VaLGS de aniversario
Y este sabor nostálgico,/ que los silencios ponen en la boca,/ 
 posiblemente induce a equivocarnos/ en nuestros sentimientos
Vals de aniversario. Jaime Gil de Biedma.

Con la que está cayendo. Y nosotros de cumpleaños. Pero sería imperdonable desatender el breve momento de reflexión que permiten los aniversarios redondos. Son ya 25 años de la Ley General de Sanidad (LGS). Más allá de entonar los habituales cánticos que en la efeméride  celebran la historiografía mítica sobre la providencial contribución de la LGS a la salud de nuestros conciudadanos, hemos creído que, especialmente en estos tiempos, podría ser más útil evocar algunas de sus penurias e insuficiencias.
La LGS atesora sobrados méritos. Entre ellos, y no el menos admirable, su propia existencia. De la LGS se suele olvidar la inquina que rodeó su nacimiento. La áspera oposición que encontró entre –y rescatamos una palabra de entonces- los búnkeres gremiales, sociales y políticos. También, la no menos fratricida beligerancia entre sus partidarios. En este ambiente surgió una Ley que, si bien nunca mostró una gran vitalidad ni grandes capacidades para reformar el sistema sanitario, se ha revelado como inusualmente longeva en su prácticamente inmaculado texto. 
Más dudoso es hasta que punto el Sistema Nacional de Salud (SNS) ha seguido la hoja de ruta marcada por la LGS. El énfasis en la atención primaria resultó ser más retórico que efectivo. Si la LGS expresaba su intención de acabar con “una pluralidad de sistemas sanitarios funcionando en paralelo, derrochando las energías y las economías públicas y sin acertar a establecer estructuras adecuadas a las necesidades de nuestro tiempo”, no parece que el SNS actual sea un trasunto demasiado fiel de estos designios. Si la LGS concibió el SNS “como el conjunto de los servicios de salud de las Comunidades Autónomas convenientemente coordinados”, la articulación real de esta coordinación nunca consiguió superar –tampoco tras la Ley de Cohesión- el estado volitivo.
La LGS narraba como “a las funciones preventivas tradicionales se sumarán otras nuevas, relativas al medio ambiente, la alimentación, el saneamiento, los riesgos laborales, etc., que harán nacer estructuras públicas nuevas a su servicio“. La Ley de Salud Pública actualmente en tramitación intenta, cierto que con cierto retraso, abordar la reencarnación de estas “nuevas” funciones. Ya veremos. El SNS siempre ha sido muy impermeable a la innovaciones organizativas, y es precisamente esta parte de encaje entre la LGS y la salud pública una de las que más recortes han sufrido. Curiosamente, respecto a la universalización de la asistencia, uno de los méritos más atribuidos a la LGS, su posicionamiento fue extremadamente tímido: “por razones de crisis económica que no es preciso subrayar, no generaliza el derecho a obtener gratuitamente dichas prestaciones sino que programa su aplicación paulatina”.
Con todo, la bondad de las leyes no debe juzgarse tanto por la congruencia de su desarrollo como por su contribución al logro de los objetivos sociales pretendidos. La LGS fue, sobre todo, una ley continuista con los esquemas de asistencia sanitaria previamente desarrollados por la Seguridad Social. Recordemos que buena parte de nuestro sistema sanitario actual deriva de la construcción de los grandes hospitales de la Seguridad Social, del MIR y de la medicina de familia. Todos desarrollos previos a la LGS, como también eran previas las primeras hornadas de hospitales comarcales y los primeros equipos de atención primaria. Y en 1985 la cobertura del sistema sanitario de la Seguridad Social ya superaba el 85% de la población. En ese sentido, la LGS permitió –o, al menos, no obstaculizó– el despliegue de la moderna estructura asistencial que venía desarrollando la Seguridad Social y, en resumen, la construcción de un SNS que hoy valoramos como asistencialmente competente, razonablemente armónico, socialmente cohesionador y en el que –pese a la ausencia de estímulos específicos- ha prosperado la excelencia profesional y el desarrollo tecnológico.
En el mismo sentido, la LGS también permitió -o no obstaculizó- la pervivencia de los peores rasgos de la atención sanitaria de la seguridad social: el desarrollo de un sistema muy disfuncional con descuido de la atención primaria, grandes agujeros en la coordinación entre niveles asistenciales, la combinación de hiperfrecuentación y grandes deficiencias en la atención a los pacientes crónicos, la consolidación de estructuras organizativas burocráticas, poco transparentes en su gestión y con muy escasa participación social,  la fascinación por la incorporación de nuevas tecnologías y medicamentos sin consideración de su valor real para los pacientes, los esquemas casi-funcionariales para la gestión del personal sanitario o la separación entre las actividades asistenciales y de salud pública.
Sería imperdonable, decíamos, no aprovechar los aniversarios redondos para introducir cierto grado de reflexión entre los coros de la celebración. Una reflexión en que las leyes, la política y la gestión sanitaria no se juzguen por sí mismas, sino en función de sus efectos sobre la salud de los pacientes y las poblaciones, por su capacidad para prestar una asistencia segura, efectiva, centrada en los pacientes, sin demoras inaceptables, eficiente y equitativa. Los méritos de la LGS en este terreno no son despreciables. Sus insuficiencias tampoco.
Todo es igual, decía Gil de Biedma en su poema Vals de aniversario. Y si no igual, al menos muy parecido podríamos decir nosotros. Si la LGS ha permanecido vigente 25 años es, en buena parte, porque el SNS se ha mostrado extraordinariamente inmovilista en este periodo. Su estrategia básica ha sido crecer cuando se podía y aguantar el chaparrón cuando venían mal dadas. Ser, más o menos, pero ser siempre lo mismo.  Hoy -y siempre, pero hoy más que nunca- se requieren cambios profundos en el sistema sanitario, rediseñar sus estructuras y adaptarlas a las necesidades sanitarias reales de la población y los recursos reales disponibles.  No esta mal celebrar estos 25 años. Ni recordar la extraordinaria persona que fue su principal artífice, el profesor Ernest Lluch. Pero sería mejor celebrarlo poniendo un empeño similar al que exigió su promulgación en la superación de sus actuales insuficiencias. O, al menos, de algunas.  

(*) Una versión excesivamente "editada" de este texto se publicó en Diario Médico 20-4-2011

domingo, 27 de febrero de 2011

Existiendo el Wall Street Journal ¿quién necesita evidencia alguna?

Desde la concepción de la ley de reforma sanitaria - aprobada por el congreso estadounidense en marzo 2010 como la "Affordable Care Act" pero generalmente conocida como "ObamaCare" - el Wall Street Journal ha lanzado una interminable serie de ataques feroces contra cada párrafo y cada acápite de sus 2.100 páginas de texto (El texto de la Affordable Care Act puede leerse AQUÍ , y un informativo epítome AQUÍ) .Lo más curioso no es la obsesión del diario conservador con uno de los principales logros del gobierno del presidente Obama, sino la escasa respuesta a sus repeticiones cantadas  como si fueran artículos intocables de fe.

Cualquier momento es bueno para empezar a desafiar al Goliat. El miércoles 23 de febrero, el WSJ alcanzó simas antes nunca vistas con la publicación de un editorial firmado por el Dr. Lloyd M. Krieger titulado "ObamaCare is Already Damaging Health Care" (ObamaCare ya hace daño al sistema sanitario). Generalmente el diario designa a uno de los intelectuales de su red de “think tanks “ –como Hoover Institution, Heritage Foundation o Cato Institute-  para componer una crítica preconcebida con al menos dos o tres datos superficialmente relevantes. Pero con la irrupción del Dr. Krieger, quien se describe como "cirujano plástico que invierte en compañías sanitarias", ya no hay evidencia alguna (Puede leerse AQUÍ  y una traducción mecánica AQUÍ ).

Lo más problemático para los atacantes de la nueva ley es que casi ninguna de sus provisiones estará en vigor hasta el año 2014. Por tanto, la estrategia de ataque es hacer ver que la ley ya ha cambiado las expectativas de los principales actores del sistema sanitario. En este sentido el Dr. Krieger comenta que ObamaCare está impulsando una nueva ola masiva de fusiones de empresas. "Hace seis años, los médicos eran propietarios de más de dos tercios de los consultorios en los EEUU, según el Medical Group Management Association. Para el año que viene, casi dos tercios serán asalariados de las grandes instituciones.". Echando un vistazo al sitio Web de dicha Asociación (http://www.mgma.com/aca/), no se logra encontrar la fuente de la tendencia citada por el Dr. Krieger.

De hecho, la ola de concentración en el sector sanitario estadounidense empezó más de una década atrás. Por ejemplo, el informe de la American Medical Association "Competition in health insurance: A comprehensive study of U.S. markets - 2007 update" (disponible AQUÍ) mostró que desde hace cinco años las aseguradoras más grandes han seguido una agresiva estrategia de adquisiciones. La  primera en la lista de grandes aseguradoras, WellPoint Inc. (formada de la fusión de Anthem Inc y WellPoint Health Networks) había adquirido 11 aseguradoras desde 2000.  La segunda, UnitedHealth Group, había absorbido  otras 11 compañías de seguro médico. En los años 2004 y 2005, ya se habían llevado a cabo 28 fusiones corporativas valoradas en 53,8 millardos de dólares, lo que excedió el valor combinado de todas las transacciones de los últimos ocho años.

Por si el testimonio de la AMA acerca del sector de seguros no es suficiente, también la American Hospital Association  informa en su sondeo anual de hospitales que en 2010 se han visto 89 fusiones entre 227 hospitales, lo que representó una continuación robusta de la tendencia de los últimos años en el sector hospitalario (AQUÍ).

En definitiva, a la vista de los datos disponibles no cabe duda de que se han visto cambios radicales en el escenario del sistema sanitario estadounidense. Pero atribuir los cambios a una ley en su infancia es el colmo de ingenuidad o un exagerado esfuerzo gedeónico, en el que las conclusiones preceden a las premisas. En una época en que la información se difunde globalmente y las manipulaciones interesadas se replican inconscientemente en otros continentes, empieza a ser necesario rebatirlas, incluso desde la periferia. Con la colaboración de nuestros corresponsales en los EE.UU. es razonable que pensemos en responder en futuros blogs a otras estupideces emitidas por el WSJ