miércoles, 12 de marzo de 2014

Sistema Nacional de Salud (y IV): Buen gobierno de la sanidad, por Juan Oliva

En este post,  último  de la serie (aquí la intro, el primero, el segundo, y el tercero) que ha ido presentando el informe sobre el Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance, se resume el cuarto capítulo, en el que Juan Oliva analiza los elementos clave que deben configurar la gobernanza de nuestro sistema de salud, apuntando algunas conclusiones generales del informe.
 
Con este post concluye la serie dedicada al diagnóstico del Sistema Nacional de Salud (SNS) y a las propuestas realizadas para avanzar en su solvencia. El capítulo que cierra la obra (aquí) hace referencia a cuestiones que trascienden al medio sanitario, apareciendo habitualmente en los posts de NeG (por ejemplo, aquí, aquí y aquí), pero que indudablemente son clave para que el SNS dé respuesta a los retos sociales presentes y futuros (aquí y aquí).

Los cambios estructurales que el SNS necesita han de encontrar un contexto organizativo apropiado sólidamente fundado en valores. Una buena gobernanza influye positivamente en todas las funciones del sistema sanitario, mejora su desempeño y, en última estancia, los resultados en salud (aquí). El concepto de “buen gobierno” trasciende el cumplimiento de las leyes, obtener buenos resultados, ausencia de corrupción o mala gestión y nepotismo. Además exige que la toma de decisiones responda a un conjunto de reglas consensuadas de participación democrática, transparencia, responsabilidad, rendición de cuentas y obediencia a códigos de conducta (aquíaquí). El buen gobierno requiere, por tanto, una voluntad formal de espíritu de servicio, de autoregulación y de fomento a nivel de los órganos de gobierno y de quienes lo integran de un comportamiento ético y honesto (aquí), si bien no debe quedar circunscrito al ámbito público, sino que debe trasladarse también a la relación entre accionistas y ejecutivos en las empresas privadas y entre estos y la ciudadanía (aquí).



El punto de partida es considerar que los verdaderos propietarios del sistema sanitario son los ciudadanos. No lo son aisladamente ni los pacientes, ni ministerios o consejerías de salud, ni la Administración en cualquiera de sus formas. Tampoco las empresas proveedoras, ni los gerentes, ni los médicos, ni el resto del personal sanitario, asistencial o no. Los decisores y los profesionales, en sus niveles macro, meso o micro, son agentes en quienes la ciudadanía ha depositado su confianza por medio de un contrato social.

Asimismo, se debe tomar conciencia de la especial complejidad del sistema sanitario: por su entorno cambiante, por la abundante información específica diseminada, la elevada incertidumbre que late en decisiones individuales y colectivas, el elevado nivel de formación de los profesionales, su particular estructura organizativa y su notable variedad de intereses. Precisamente por ello es tan relevante la necesidad de justificar adecuadamente las decisiones tomadas y las políticas implementadas en su seno.  El propio proceso de deliberación, participación y comunicación de las políticas es clave de buen gobierno y afecta a la calidad de la regulación, a su seguridad jurídica e incluso a la cultura democrática y la cohesión social. En este marco, los agentes del sistema deben adoptar primero, y mantener después, procedimientos para que la toma de decisiones a todos los niveles del sistema sanitario esté bien informada y sea transparente y abierta a la consulta y la participación cívica, política y de expertos (un excelente ejemplo podemos encontrarlo (aquí). Supone, asimismo, que en las Estrategias de lucha contra enfermedades que se establecen a nivel nacional y en Planes de salud regionales se empleen indicadores objetivables y evaluables y que la información generada con dinero público sea de dominio público, salvo que afecte a la privacidad individual (ejemplo foráneo : aquí; aquí y ejemplo nacional: aquí). Transparencia y rendición de cuentas son conceptos estrechamente vinculados. Aunque no son una panacea universal que pueda sanar todos los males del sistema, son esenciales para lograr avances en cualquier aspecto considerado deseable.

En este contexto, cualquier mejora relevante pasa por contar con la implicación de los principales actores del sistema: ciudadanos y profesionales. Comenzando por los segundos, los profesionales sanitarios poseen motivación intrínseca, alto nivel de formación, la relevancia social de su desempeño es enorme…y, sin embargo, es uno de los colectivos profesionales con mayores índices de “burn out”. Ello debe hacer pensar en el rediseño de los actuales sistema de incentivos (aquí, aquí, aquí, aquí): inversión en capital motivacional, retribución adecuada, capacidad de discriminar el desempeño y mayor grado de autonomía en éste, reconocimiento, tiempo para la formación e investigación, una mayor participación en las decisiones, desarrollo de la carrera profesional basada en elementos de mérito profesional claros y explícitos. A cambio de ello, también debe exigirse la aplicación de los mismos criterios generales propuestos: transparencia y rendición de cuentas en el desempeño. Un elemento clave en este sentido es la contratación de directivos en el Sistema Nacional de Salud (aquí). Esta debería ajustarse a los anteriores principios, desarrollarse mediante un sistema de concurrencia público y abierto, en el cual la valoración de los candidatos debería atender exclusivamente a méritos curriculares.

Por otra parte, la participación colectiva y ciudadana, como principio básico de la pluralidad democrática, fortalece la aceptación social de la acción de gobierno y promueve la eficiencia de los servicios públicos (aquí). Por ello, la búsqueda y promoción de cauces que faciliten la información al ciudadano y favorezcan su libertad de elección son elementos básicos que han de integrarse en las normas de buen gobierno. Partiendo de la visión de la economía de la salud sobre la producción de salud-quien produce salud no son los profesionales, no son las tecnologías empleadas, no son los gobiernos, son las personas -ciudadanos bien informados, competentes y comprometidos en la promoción y cuidado de su propia salud y bien formados en las ventajas y riesgos de la utilización de los servicios sanitarios. Esto supone incorporar a la ciudadanía como agente clave en la planificación de la coordinación asistencial e intersistemas. Hay que promover políticas que favorezcan la libertad de elección de centro y profesional sanitario, desarrollar herramientas de información al público y a los usuarios del sistema, incentivar la educación sanitaria y favorecer una cultura de respeto entre ciudadanos-profesionales sanitarios que avance hacia un esquema de decisiones compartidas (aquí)
Esta perspectiva supone incrementar las obligaciones y responsabilidades del ciudadano, toda vez que nos alejamos de la idea de un paciente pasivo para subrayar los valores de participación y responsabilidad en un marco responsable de uso de los servicios sanitarios y de la promoción y cuidado de la  propia salud y autonomía personal.

Sin embargo, para atraer a profesionales y ciudadanos debe existir un compromiso que se traduzca en la declaración de reglas claras por parte de los decisores de más alto nivel (representantes de la ciudadanía) y en un alto grado de exigencia ética. Aunque el desempeño no sea sencillo, afortunadamente contamos con acertadas indicaciones para ayudarnos en el mismo (aquí, aquí) y con la reciente experiencia de países de nuestro entorno que han apostado decididamente por dotar a su sistema sanitario de este tipo de normas en sus procesos (aquí).

Por último, pero no es un punto menor, la evaluación de las políticas públicas es una de las asignaturas pendientes de nuestro país (aquí). ¿Cómo podremos asignar adecuadamente nuestros recursos si no nos planteamos identificar las fortalezas y debilidades de sus estrategias y políticas destinatarias? Una cuestión cultural que debe impregnar el sistema sanitario es que en el diseño de una política o estrategia su evaluación, ex ante, durante y ex post es irrenunciable, debe planificarse sistemáticamente, tener garantizada su dotación presupuestaria y formar parte de la propia estrategia o política. La evaluación de las políticas y la comunicación fluida de los resultados de la evaluación a la comunidad científica, a los gestores y profesionales del ámbito sanitario y a la ciudadanía es un elemento tanto de cambio como de calidad democrática y de rendición de cuentas a la sociedad.

A modo de resumen de la serie de cuatro posts, la solvencia del Sistema Nacional de Salud y la posibilidad de desarrollar políticas de salud intersectoriales que amortigüen los efectos de la crisis económica sobre la salud de los ciudadanos pasan necesariamente por conjugar la gestión eficiente de los recursos con un especial énfasis en la equidad de las políticas implementadas. Para ello, condiciones necesarias, aunque no suficientes, es apoyarnos en las fortalezas de nuestro sistema, pero también identificar y eliminar bolsas de ineficiencia, aprender de experiencias ajenas aplicándolas con inteligencia en nuestro medio, apelar al liderazgo y compromiso de los profesionales sanitarios y favorecer la participación ciudadana, tomar decisiones informadas y justificar las políticas, al tiempo que se cultiva la evaluación de nuestras políticas no como una herramienta relativamente útil, sino como parte del cambio cultural necesario para que nuestro sistema sanitario continúe manteniendo y mejorando el bienestar social (aquí). 

Una parte de los problemas que vive ahora la sanidad pública es fruto de la insuficiencia presupuestaria derivada de la caída de la recaudación de los ingresos tributarios. Esto es indudable y poco discutible. Sin embargo, otros problemas ya latían antes de la llegada de la crisis económica y no son exclusivos del sistema sanitario. Van mucho más allá. La respuesta a los mismos se encuentra tanto dentro como fuera del propio sistema. Tal y como señalan Meneu y Ortún (aquí) “mejorar el gobierno de nuestras instituciones para responder mejor a los verdaderos problemas de salud y los retos de la crisis no sólo es posible, sino que es fácil, ya que sólo requiere minimizar sus vicios más obvios y aprender de quienes lo hacen manifiestamente mejor. Más complicado, pero más ilusionador, es localizar y activar las palancas que contribuyan a lograr de ello el mayor beneficio social”. Ello pasa por más y mejor política y por activar una mayor exigencia de calidad democrática por parte de la ciudadanía a sus representantes y hacia instituciones y organizaciones. Dada nuestra complicada situación, no parece que podamos permitirnos el lujo de ceder un ápice de energía ni de distraer un minuto de tiempo que nos desvíe de este empeño.

martes, 11 de marzo de 2014

Sistema Nacional de Salud (III): Políticas de salud, por Pilar García-Gómez y Alexandrina Petrova Stoyanova

Continuando la publicación diacrónica de los post aparecidos en Nada es Gratis (aquí la intro,  aquí el primero y aquí el segundo) como concentrado de los distintos capítulos del informe Sistema Nacional de Salud: diagnóstico y propuestas de avance, aquí va el correspondiente al tercer capítulo. En él, Pilar García-Gómez y Alexandrina Stoyanova analizan las principales políticas de salud españolas (obesidad, tabaquismo, alcoholismo, salud infantil, etcétera), señalan sus principales problemas y proponen algunas líneas de mejora.

La salud no sólo depende de los factores genéticos y biológicos y de las intervenciones sanitarias; está fuertemente influida por el entorno de las personas, por cómo viven, trabajan, comen, duermen, se relacionan, se mueven o disfrutan de su ocio. Estas condiciones de vida son el resultado de decisiones individuales y están determinadas por factores sociales, culturales, económicos o medioambientales. Por tanto, entre las decisiones relevantes que influyen en la salud de la población se encuentran las relacionadas con la atención sanitaria y las que emanan de los ámbitos público y privado, político y civil (Artazcoz et al. 2010). Hay que promover políticas que trasciendan las estrictamente sanitarias y poner el énfasis en iniciativas bajo el marco de Salud en todas las políticas, avanzando en la actuación sobre los determinantes de la salud presentes en ámbitos no sanitarios (educación, vivienda, fiscalidad, mercado de trabajo, medioambiente, políticas de movilidad y de inmigración, entre otras).


La lista de actuaciones o políticas relacionadas con la salud de sectores distintos al sanitario es demasiado extensa para abordarla exhaustivamente en este post. Por ello, nos centraremos sólo en algunas para las cuales la evidencia empírica ha mostrado su efecto sobre el estado de salud de la población. En concreto, discutiremos algunas relacionadas con los hábitos de vida más relevantes para la salud, otras dirigidas a la protección de la salud en la infancia o, finalmente, referidas a las desigualdades en salud.


En países desarrollados como España, donde tanto la mortalidad como la morbilidad están vinculadas a enfermedades crónicas, cabe destacar el papel fundamental de los hábitos de vida y comportamientos relacionados con la salud (Cawley y Ruhm 2011). Seguir una dieta desequilibrada, realizar poca actividad física, consumir alcohol en exceso, tabaco o sustancias ilegales destacan entre los factores de riesgo para la salud y el bienestar relacionados con el comportamiento individual. En la actualidad, el sobrepeso y la obesidad constituyen uno de los problemas para la salud más importantes a escala mundial (International Obesity Task Force 2012), ocupando España, donde uno de cada diez niños y el 17% de los adultos son obesos (Instituto Nacional de Estadística, 2013), uno de los primeros puestos en el ranking europeo. Si bien la obesidad ha sido identificada como problema de salud pública en España y se diseñó y desarrolló la Estrategia NAOS para abordarlo (Estrategia para la Nutrición, Actividad Física y Prevención de la Obesidad), con esperanzadores comienzos y reconocimiento internacional, la misma ha perdido visibilidad con el estallido de la crisis económica que ha relegado a un segundo plano políticas (no solo de sanidad sino también, por ejemplo, educativas) cuyos resultados son sólo visibles a largo plazo. Sin embargo, esto no las convierte en menos necesarias. La falta de inversión en políticas adecuadas para combatir la obesidad agravará los problemas de salud en las próximas décadas, especialmente en los grupos sociales más desfavorecidos.
 
Por otro lado, el consumo de tabaco está entre los principales factores de riesgo de varias enfermedades crónicas, como el cáncer y las enfermedades pulmonares y cardiovasculares, y una de las principales causes de mortalidad evitable en el mundo (WHO, 2011). El descenso acumulado en el consumo de cigarrillos del 21% entre 2006 y 2011, según datos de la Encuesta de Presupuestos Familiares de 2011, evidencia el impacto positivo de las últimas reformas legislativas en materia de tabaco en España. La mayor caída se concentra en 2011 (13%), año de la ampliación de la ley de espacios libres de humo en los bares y restaurantes. Parte de la demanda se ha desplazado al consumo de otras labores del tabaco (picadura para liar, picadura de pipa o puros y puritos) en parte por su diferente tratamiento fiscal (López-Nicolás et al 2013; López-Nicolás et al. 2013). Por ello, se debe avanzar en la equiparación de la carga fiscal entre distintas labores del tabaco. Asimismo, el consumo de alcohol es el tercer factor de riesgo en magnitud para la salud de la población en Europa (Anderson y Baumberg 2006). En España, preocupa especialmente el consumo de alcohol entre los jóvenes por su naturaleza adictiva: el 11% de los hombres de entre 15 y 24 años consume alcohol de manera excesiva (más de 6 bebidas) al menos una vez al mes, y casi el 5% lo hace semanalmente (Instituto Nacional de Estadística, 2013). A pesar de ello, los valores del impuesto especial sobre el alcohol fijados en España nos sitúan entre los países Europeos con menor carga impositiva. Por tanto, hay margen para aumentar tanto el impuesto especial ad quantum como el impuesto especial ad valorem sobre el alcohol.

Las políticas fiscales que se mencionan en el párrafo anterior son sólo algunos ejemplos de políticas destinadas a modificar las conductas relacionadas con la salud. El diseño y la aplicación de las mismas exigen huir de explicaciones sencillas basadas únicamente en decisiones individuales y entenderlos en toda su complejidad, identificar las causas e interacciones entre los distintos determinantes de la salud, entender el papel que desarrolla la influencia del grupo en el que la persona se relaciona (los llamados peer effects) (López-Nicolás y Viudes de Velasco 2009; Mora y Gil 2013), y reconocer la existencia de un gradiente social en estos comportamientos que provoca que se den en mayor medida en grupos desfavorecidos (Costa-Font y Gil 2008; Costa-Font et al. 2013). Por consiguiente, deben diseñarse intervenciones que incorporen las especificidades necesarias para cada colectivo, que han de evaluarse y adaptarse.

En un contexto de crisis económica como el actual resulta imprescindible valorar la relación entre pobreza en la infancia, educación y salud. Los niños que nacen en familias desfavorecidas tienen menos ingresos y oportunidades laborales y peor salud, tanto en la infancia como en la edad adulta (Heckman 2012; Almond y Currie 2011). Las cifras de pobreza en España, incrementada por la crisis económica, donde un 27,2% de la población infantil vive bajo el umbral de la pobreza (UNICEF 2012), revelan una situación preocupante que puede causar un deterioro irreparable de la salud de la población infantil. Luchar contra la pobreza infantil y sus consecuencias debería convertirse en prioridad para las autoridades españolas. Las buenas experiencias de algunos países desarrollados pueden ser ejemplos a seguir. Entre ellas, destacan las redes de guarderías en Irlanda, Quebec, los países nórdicos o Francia que garantizan el acceso a todos los niños a las mismas oportunidades de desarrollo independientemente del nivel socioeconómico de los padres. Dicho acceso amortigua los efectos negativos de las condiciones adversas en la infancia (Herba et al 2013; Geoffroy et al 2012; Geoffroy et al 2010). De modo similar, la expansión de la educación pública a los tres años a principios de los 90 en España mejoró el desarrollo educativo infantil, especialmente el de los niños pertenecientes a familias más desventajas (Felfe et al 2012).

Un buen sistema educativo es clave para garantizar la igualdad de oportunidades y disminuir los efectos negativos de las condiciones adversas en la infancia. Además, la educación es uno de los principales factores sociales que influyen en las desigualdades en salud en niños y en adultos a través de su impacto sobre otros determinantes de la salud tales como las oportunidades del mercado laboral o la adopción de hábitos de vida saludables (Cutler y Lleras-Muney 2008). Por lo tanto, la calidad del sistema educativo, la reducción de tasas de fracaso escolar y la puesta en marcha o refuerzo de estrategias concretas dirigidas a actividades de refuerzo deben ser objetivos prioritarios


Aunque garantizar la equidad en salud ha sido uno de los principales objetivos de política sanitaria en España a lo largo de la última década, las desigualdades en salud existen, se extienden a lo largo de toda la escala social y persisten en el tiempo. Las personas con menor nivel de estudios, los más desfavorecidas económicamente y que viven en áreas más pobres suelen tener menor esperanza de vida, mayores tasas de morbilidad y peor salud que los más aventajados (García-Gómez y López-Nicolás 2007; Stoyanova et al 2008; Urbanos-Garrido 2012). Así pues, las desigualdades en salud derivan en gran medida de las desigualdades socioeconómicas y por ello su reducción debería constituir un objetivo prioritario en la agenda política. Para lograrlo hay que avanzar en el conocimiento de la magnitud de sus diversos mecanismos causales. Un mayor énfasis en los planes de salud regionales en este ámbito y el diseño de un marco común de actuación y coordinación a nivel nacional, así como la promoción de enfoques intersectoriales, en la línea propuesta por la Comisión de Determinantes de la salud de la OMS, se apuntan como elementos clave para reducir las desigualdades en salud en España.

¿Podemos permitirnos el lujo de destinar recursos a políticas que no funcionan? (Vera 2011). Por muy buena que sea la intención del responsable del diseño y la implementación de un programa, estrategia o política, hay un largo trecho desde la teoría o el diseño sobre el papel a su desarrollo y puesta en marcha en la práctica. España se encuentra en una posición rezagada respecto a otros países en la formalización de sistemas que evalúen de manera reglada las políticas públicas. Un buen número de políticas deberían iniciarse con una fase piloto con objetivos definidos antes de la implementación. Dicha fase piloto debería ser evaluada desde la imparcialidad y con criterios de excelencia científica, debiendo ser público el acceso a los datos para favorecer la transparencia y réplica de los resultados. Sin duda, para impulsar la evaluación de políticas públicas en España se requiere movilizar recursos económicos. No obstante, la clave fundamental reside en la voluntad política para promover cambios e introducir innovaciones estratégicas. De esta voluntad también depende que la evaluación sea imparcial, se base en el rigor científico y se ponga en conocimiento de la ciudadanía.